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Por Inés Tazón, Consultora

Cuando Stefan Zweig, en su libro El mundo de ayer, hablaba de que “los hombres de hoy hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra “seguridad” como un fantasma…” se estaba refiriendo a los eventos con los que los habitantes de Europa hubieron de enfrentarse en las primeras décadas del siglo XX: dos guerras mundiales; nazismo, una crisis económica profunda, el cambio de un modelo productivo… No sabía el pensador austríaco que, un siglo después, Europa sería más segura en muchos aspectos y que, al mismo tiempo, sus ciudadanos sufrirían una incertidumbre perenne sustentada por una poli-crisis global. Con este concepto el Foro de Davos sintetizaba a comienzos de este año el mundo de hoy, en el que una combinación de elementos como el cambio
climático, la inflación creciente, la polarización política y social, las tensiones geoeconómicas y la crisis de materias primas… determinan el presente y condicionan el futuro.

Es obvio que España está inmersa en este entorno incierto, como los demás países europeos, pero en nuestro país las consecuencias de la incertidumbre impactan con mayor virulencia. Desde hace tiempo asistimos a que las crisis, en España, se agrandan más, se hacen mucho más profundas y en algunos sectores, como el del empleo se hacen crónicas. Ahora bien, ante esta realidad, cabe preguntarse ¿es esto lo que queremos para el futuro? Y apelando al factor emocional, porque muchos de los que me estáis leyendo sois padres, ¿es esto lo que queremos para nuestros hijos? Y permitidme el uso de la primera persona del singular para enunciar mi respuesta: yo no.

Soy consciente de que muchos de los elementos para dar soluciones a la incertidumbre del mundo de hoy son exógenos a mi capacidad, pero también sé que para que los niños de hoy puedan tener un mundo menos incierto mañana, nosotros como adultos hemos de ser capaces de darles la educación que les prepare para ello.

De modo somero, se puede señalar que habrá de ser una educación competitiva, es decir, que se base en la capacidad de superar barreras, las propias y las que el sistema establezca; que busque la excelencia; que haga benchmarks de políticas educativas de otros países para apostar por las mejores prácticas y que sea capaz de autoevaluarse para desterrar aquello que no ofrezca buenos resultados.

El proceso de construcción de una educación competitiva ha de comenzar por este último punto: analizar qué se está haciendo e identificar qué resultados ofrece. Porque en muchos aspectos la educación en España vive en una inercia constante basada en el argumento “esto siempre se ha hecho así”. Como ejemplo, en 2023 aún se mandan deberes extremadamente similares a los de la época de la EGB, en años 90 del siglo pasado. Además, cuando se busca innovar y actualizar el sistema educativo, se asiste con sorpresa al vaciado de contenido extremo de muchas de las asignaturas o a poner el nivel de exigencia tan bajo que es muy difícil que el proceso de aprendizaje de los niños se desarrolle. Esos son solamente algunos ejemplos, seguramente en una auditoría procedimentada, realizada con una mente abierta y con los medios necesarios, se encontrarán muchos más puntos de dolor de la educación en nuestro país a partir de los cuales poder diseñarla con una orientación al mundo de mañana.

Quien asuma el liderazgo de la implantación de una educación competitiva en España habrá de saber que es una inversión a largo plazo y que no dará réditos inmediatos a los gobiernos que la implemente. Habrá de asumir también que no podrá ser utilizada como argumento electoral, pues su tempo estratégico es mayor que el ritmo de votaciones en España. Habrá de tener claro que requiere de una visión de Estado y de una capacidad de diseñar un plan de acción que trascienda los intereses tácticos del momento político. Pero, sobre todo, estará estableciendo la ruta para alcanzar una España mejor.

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