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Por Beatriz Becerra

En 2024 se cumplirán cien años del nacimiento de uno de los científicos más importantes del siglo XIX, William Thomson, también conocido como Lord Kelvin. Precoz genio de la física y las matemáticas, ha pasado a la historia, entre otros grandes méritos, por calcular la edad de la Tierra y definir por primera vez la escala de temperatura absoluta (la escala Kelvin). Thomson publicó más de 500 escritos y obtuvo 70 patentes, fue presidente de la Royal Society y está enterrado en Westminster junto a Newton y Darwin.

Traigo aquí la memoria de este insigne científico no sólo para recordar su contribución a la sociedad que vivió una extraordinaria revolución científica hace más de un siglo, sino porque a él se le atribuye (y se non è vero, è ben trovato) una frase que me ha acompañado desde que la descubrí hace años: «Lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre».

Nos medimos desde que nacemos hasta que morimos: el peso, la altura, la fiebre, el rendimiento educativo, la capacidad de ahorrar. Medimos la distancia a la casa familiar, el interés de un nuevo trabajo. Las compras, las ventas y los beneficios. El espacio y el tiempo: la velocidad. Los seguidores, los likes. Nuestros aciertos y errores, en alcance, altura y profundidad. Las constantes vitales. Y lo hacemos porque necesitamos referencias sobre dónde estamos, y lo bien o mal que vamos respecto a los demás o a lo que nos propusimos. Medimos para poder comparar, porque lo absoluto no existe. Medimos para poder tomar medidas. Medimos para saber y decidir si tenemos que mejorar.

Lo que no se mide no se puede mejorar, porque no se puede gestionar. Y no hay gestión de mayor calado que la gestión pública. Es difícil, si no imposible, tomar decisiones correctas (¿mantener, corregir, abandonar?)  sin información relevante y sistematizada. Sin embargo, en el caso de la administración pública española la ausencia de medición y de sistemas de información transparente compuestos por indicadores relevantes está muy generalizada. Demasiado generalizada, en un momento en que España se enfrenta a acuciantes problemas cuya solución es inaplazable. En nuestro tiempo, la era de las tecnologías de la información, el big data y la Inteligencia Artificial, no hay excusa posible para justificar la deficitaria medición de resultados de las políticas públicas en nuestro país.

Tenemos, eso sí, una flamante ley de evaluación de políticas públicas desde diciembre de 2022. Sería una magnífica noticia si estuviera concebida para producir ese cambio profundo que necesitamos en España para salir de la ineficiencia y el estancamiento. Pero, a pesar de su relevancia, ha nacido marcada por el desinterés de los partidos, el desconocimiento de los ciudadanos y los serios cuestionamientos de los expertos.

Como ya apuntaran Hugo Cuello y Ángel de la Fuente en sus análisis sobre el proyecto de ley con objeto de plantear propuestas y promover el debate, el texto es confuso, decepcionante y poco ambicioso. Le falta rigor técnico y concreción, y deja la puerta abierta a la (piadosa) autoevaluación con una reconvertida Agencia de Evaluación y equipos externos indeterminados. No se contempla sistematizar las evaluaciones de impacto previo y no hay obligación ni incentivos sobre el cumplimiento. Tampoco crea un mecanismo de transparencia y rendición de cuentas, público y accesible, sobre el uso de los resultados de evaluación.

¿Cuál es la fuerza efectiva de la ley entonces? ¿Por qué se ha elaborado?  Hay que ir al Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia para encontrar las razones.

El Plan de Recuperación establece entre sus objetivos mejorar la calidad de las políticas públicas, para lo cual propone reforzar los mecanismos de evaluación como recomiendan la Comisión Europea y la OCDE con la aprobación de una norma. Éste es uno de los hitos del Componente 11 del Plan, denominado “Modernización de las Administraciones Públicas-Reformas de la Administración”: “Con el fin de mejorar el marco normativo e institucional de la evaluación, y reforzar el proceso de evaluación ex ante, se aprobará una norma reguladora y se creará un nuevo organismo público de Evaluación de Políticas Públicas, que se convierta en un hub de la red de Ministerios y desarrolle metodologías de análisis y evaluación de alternativas”.

Si tienes curiosidad por saber la dotación presupuestaria para cumplir con este hito, es fácil: 0 euros. Ni uno de los 4.239 millones de euros presupuestados para ese capítulo. Mal asunto.

¿Estamos ante otra oportunidad perdida? Quizá no. La necesidad de responder ante la UE no es la panacea, pero sí conlleva un plus de supervisión. Los ciudadanos podemos contribuir significativamente al empeño común de contrastar si las políticas públicas funcionan o no. Podemos canalizar nuestra frustración y convertirla en acción. Y, sin olvidar nunca que mejorar siempre es cambiar (“así que ser perfecto es haber cambiado a menudo”, decía Churchill), podemos trabajar juntos para conseguir una España mejor.

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