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Por Rafael Jiménez Asensio, consultor y profesor universitario, es autor del reciente libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y su “cuarto oscuro” en España (Catarata, 2023).

La Administración española está avejentada, no solo la estatal y local, sino también, paradójicamente, la autonómica. Sus estructuras, procedimientos y modo de gestionar las personas están caducos. No sirven; y menos aún servirán en un futuro inmediato, lleno de incertidumbre y disruptivo. Y como las administraciones públicas son, entre otras cosas, impulsoras y ejecutoras de las políticas públicas, así como de la prestación de servicios a la ciudadanía, por no hablar de su papel tractor del crecimiento económico, si esa organización muestra síntomas de obsolescencia sus resultados serán siempre deficientes y sobre todo inadaptados a los retos cada vez más intensos que tendrá que resolver (cambio climático, transición verde, digitalización, relevo generacional, etc.). La situación se complica cuando, a veces, la Administración, más que resolver problemas, los enquista o, incluso, los crea.

Algo de esto está sucediendo desde hace tiempo en España. Y lo más preocupante es que a nadie con responsabilidades políticas parece importarle lo más mínimo. Tampoco le inquieta demasiado a los medios, ni siquiera a la sociedad civil ni al mundo empresarial. Solo quien lo sufre es consciente de la gravedad del problema. Un trámite no resuelto, una información no entregada, una cita previa absurda y que vulnera sus derechos, una ayuda o subvención que se pierde en el laberinto singular de burocracia ahora disfrazada en sedes electrónicas (intuitivas algunas, torturantes las más), o cualquier otra incidencia, miles al cabo del día, nos muestran que la máquina administrativa está en unas condiciones deplorables, cada día peores.

Cuando surge una desgracia el foco se agranda y sale a la luz su calamitoso estado. Entonces, las vestiduras se rasgan y las exigencias de responsabilidades afloran. Dura poco, la memoria es corta. Un país que desprecia la prevención y basa casi todo en la sanción y en la reparación, que ninguna de ambas funcionan, ofrece un futuro poco halagüeño a su sociedad. La inspección y el control siguen siendo puntos muy frágiles de la actividad administrativa, a pesar del pretendido cambio de cultura que inauguró la Directiva de Servicios hace más de quince años, aquí aplicada con desgana y sin premura. La simplificación de trámites y la reducción de cargas burocráticas (poco se habla de las cargas digitales que la Administración endosa a la ciudadanía para que ella esté más ligera de equipaje) han llenado en la última década innumerables páginas de boletines oficiales con más pena que gloria.

Despolitizar la Administración

Pero los problemas más serios están en la politización de las altas estructuras administrativas, donde unos partidos escuálidos de militancia y llenos de mediocridad gestora, colocan a los suyos en posiciones directivas que no entienden y, por tanto, son incapaces de liderar con mínima visión tales organizaciones. Los partidos de cargos públicos llevan tiempo irrumpiendo como elefante en cacharrería en las Administraciones y en su sector público (auténtica cueva de Alí Babá). No aportan realmente nada, pues la confianza política no suple al talento. Más bien devastan allí donde van o se limitan a hacer que hacen y realmente no hacer nada. Sobrevivir viviendo de la política en la Administración exige ese rol cínico. Cuanto menos se haga, menos problemas. Lo saben bien aquellos que llevan décadas mareando la perdiz en cargos de cualquier tipo, pues tanto valen para un roto como para un descosido.

No menores son los problemas de la falta de capacidades administrativas, cuya debilidad en nuestro sector público cada día es mayor. Tampoco cabe menospreciar la obsolescencia estructural, que sigue pivotando sobre estructuras divisionales o sectoriales, que fueron diseñadas hace siglos, con actual olvido de la transversalidad, que implica trabajar por misiones o proyectos, rompiendo los silos tradicionales (Mazzucato). Sorprende, asimismo, cómo las unidades administrativas siguen respondiendo a la terminología con la que ya Balzac hace dos siglos describiera a la Administración francesa (jefaturas de servicio, sección y negociado) en su obra Los empleados.

De todos modos, la guinda de la inefectividad se la lleva siempre un sistema de gestión de recursos humanos periclitado y disfuncional, que nunca podrá obtener buenos resultados sin una dirección profesional (y no politizada o amateur, como la actual). Un sistema que no sabe gestionar la diferencia, ahogado en derechos y ayuno de responsabilidades o deberes, cuya nota de identidad es la inamovilidad mal entendida, y, en fin, en el que comparten espacio buenos profesionales implicados junto con funcionarios indolentes, que estos últimos, además, hacen siempre suya la cultura de la queja, bien cocinada por un sindicalismo de sector público endogámico y voraz.

La necesidad de una Administración con visión estratégica

En fin, una Administración que tiene poco aprecio a la estrategia y vive cada vez más atada a la contingencia de una política del corto plazo, miope y sectaria, no puede aislarse de esos aires tóxicos que proceden de los pisos superiores del edificio administrativo y que se expanden sin apenas barreras por la propia organización. Como decía Hamilton, no puede haber buen gobierno sin buena Administración. Tampoco puede haber buena Administración donde prevalentemente hay mala política. Y en esa encrucijada estamos. Sin saber bien cómo salir de ella.

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